jueves, 24 de marzo de 2011

EL FLAMENCO COMO LENGUAJE ARTISTICO.

Todo arte es lenguaje. El lenguaje es una tradición, una cosmovisión heredada. Con el flamenco nos ha sido dada una forma de ver, de decir la vida y la muerte: unas formas melódicas, rítmicas, literarias, unas técnicas vocales, coreográficas, etc. Y, ante todo, una disposición vital, un espíritu, una manera de afrontar la existencia. Lo que algunos han llamado ser flamenco. Todo lenguaje presenta (al menos) dos caras. La primera es su cualidad de herencia, legado. La segunda es la expresión del yo: como expresión del mundo, como cosmovisión, revela (¿o rebela?) al individuo (cada uno es un mundo: el mundo), al que expresa, al que habla, al que hace uso de las formas lingüísticas. El lenguaje es tradición pero también libertad: su grandeza es que el hablante puede decir lo que quiera, lo que sienta, lo que él siente. El arte es expresión individual porque es autónomo. El artista tiene un compromiso, en efecto, y es lo que tienen de cierto las teorías estéticas que conciben el arte como moral: el compromiso con su manera de ver y expresar el mundo. El compromiso con la libertad, el compromiso de estar vivo: ese al que ninguno puede renunciar. Es evidente que la individualidad (el yo, y lo que le rodea -su circunstancia: la actualidad, el hoy-) no puede explicarse sólo con el recurso al pasado. Por otro lado cada vez que el individuo hace uso del lenguaje, lo actualiza, debe adaptarlo a la circunstancia personal, y social, al marco humano nuevo, siempre nuevo (sin olvidarnos de que existe un continuum: lo propiamente humano, la conciencia de la finitud). Esto es, renovar los procedimientos. Para actualizar la cosmovisión, para adaptarla a las circunstancias presentes, es necesaria la renovación de las formas, evitar su momificación, evitando que resulten inexpresivas. A veces (es decir, siempre) la efectividad artística (comunicativa) exige renovación. En otras ocasiones ya he tratado de explicar esto de manera prolija, así que no voy a repetir aquí los argumentos. Pero sí apuntaré que hay una generación de artistas y aficionados flamencos que escucha, que se interesa por otras músicas: las que están en la calle, en la radio, en los bares, en el optimismo. Hay una generación de cantaores y cantaoras de voces dulces, coloristas, aterciopeladas, adolescentes, que no dejan, ciertamente, de ser flamencas, sino todo lo contrario, pero que tienen algo pop. Son voces dulces, tiernas, que no se sumen en cavidades rocosas, en los filos de la pena, del desgarro, sino que buscan, de manera inconsciente tal vez, la melodía, la suavidad, el círculo. Son estos, en efecto, y como todos, otros tiempos, y el flamenco no es, no ha sido jamás, un arte muerto, precisamente.

TRADICIONALISMO Y EXCLUSIVISMO.

Considero necesario concluir estas reflexiones con una referencia a lo que no tiene de verdad una teoría moral (racial) del arte, la idea del compromiso en el arte: una explicación de que el arte, desde el punto de vista de la estética metafísica, no es un hecho moral. Cuando una idea extraartística (la defensa de una minoría, de una etnia, la salvación religiosa o política, la educación de la plebe o la vigorización del espíritu nacional,...) usa el arte como medio, instrumentaliza los procedimientos artísticos y hasta la tradición en que estos se apoyan. Para una teoría esencialista, como la que aquí he venido propugnando para el arte flamenco, todo fin (como fin principal o último) extraartístico es ilegítimo: el arte está más allá (o acá) de otro fin que él mismo. Las ideologías particularizadoras (políticas, religiosas, sociales), por su parte, parecen tener la inveterada costumbre de instrumentalizar todo lo que tocan. Si el arte es abstracción, la expresión de lo esencial (del ser humano), su receptor potencial es la humanidad toda. Otra cosa es que se deban conocer, más o menos, sus claves lingüísticas (técnicas, literarias, sociales, estéticas), en que es posible establecer, acaso, un mínimo. De cualquier manera es necesario decir que la experiencia estética está más allá, o más acá, de consideraciones nacionales, étnicas o de barrio, y es necesario explicar que el arte, el arte flamenco en este caso, no es ninguna arma arrojadiza. Para mí es antes un fenómeno estético, y por tanto profundamente universal, que una de esas tan cacareadas “señas de identidad”, que, por otra parte, pudiera ser que también lo fuera. A esta revolución estética, esta mayoría de edad del arte, esta postulación del hecho estético en sí mismo, como actividad humana fundamental y desinteresada, al margen, en gran medida, de consideraciones externas (sean estas sociales, raciales, éticas, o de cualquier otro tipo), no son ajenas la mayoría de las manifestaciones artísticas occidentales. Sin embargo puede resultar inquietante en el marco del arte flamenco, cuya especulación estética no ha sabido zafarse del todo de apasionadas reivindicaciones de pueblos o razas que han estado secularmente postergados y hasta perseguidos. Tales reivindicaciones fueron, en los años en que se estaba fraguando una teoría clásica del flamenco, y son hoy, no sólo legítimas, sino absolutamente necesarias. Considero, no obstante, que la defensa de la dignidad humana se torna de lo más ineficaz cuando se funda en exclusivismos. En esta nuestra España de fin de siglo, en esta Catalunya de finales de milenio en que tan recurrentes son las utilizaciones de exclusivismos, las apelaciones a hechos diferenciales (¿qué les voy a decir que ustedes no conozcan?: son estos, en efecto, como todos, tiempos de campaña), quisiera ofrecerles, con este trabajo, y con mis reflexiones sobre la estética del flamenco, una defensa de la capacidad de abstracción de este arte, de su potencial simbólico, de los valores intrínsecos del arte, de la esencial universalidad del hecho estético, del hecho artístico flamenco. Hoy muchos de nuestros gobernantes insisten en acentuar las diferencias. Hace ya algún tiempo, en el primer siglo de nuestra era, el griego Plutarco se burló de los que afirman que la luna de Atenas es mejor que la luna de Corinto.


Juan Vergillos Gómez.
Filósofo.

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